PONGA UN COACH EN SU VIDA. Y, ¿EN LA IGLESIA?

Pues parece que es lo que se lleva ahora, aunque nació hace algún tiempo. De un tiempo a esta parte se ha introducido en el vocabulario el anglicismo “coach”, que significa “entrenador”, es decir, la persona que enseña a otra unas técnicas y cualidades que le ayuden a alcanzar la meta que se ha propuesto conseguir, en cualquier ámbito de la vida. En general, hay unas cualidades aceptadas comúnmente para lograr una meta: optimismo, constancia, disciplina, paciencia, autocrítica, comunicación, independencia, responsabilidad, iniciativa, liderazgo… Unas cualidades que principalmente se centran en uno mismo y en la meta deseada, y, en consecuencia, lo demás y los demás son medios que utilizamos para nuestra realización personal. Pero no solamente el coach funciona a nivel personal, sino también a nivel comunitario o de equipo: en el deporte, por ejemplo, para conseguir aquellos triunfos que nos proponemos; a nivel de empresa para mejorar los resultados, etc.

En nuestra querida Iglesia, tenemos un coach (por seguir el símil del deporte), que no manda un burofax para hacer su selección, sino que se acerca al interesado, le mira a los ojos y simplemente le dice sígueme. Creo, como a nivel deportivo, que es un orgullo que nuestro coach nos seleccione para estar en su equipo. Tal es el poder de convicción, que los que le conocieron en persona, dice que dejándolo todo fueron con él.

Como buen entrenador, es él el que nos pone y propone su meta. No somos nosotros los que marcamos la pauta del entrenamiento o del desarrollo del mismo, es él el que nos dice que su forma de actuar y ser es la mejor manera de desarrollar lo que nos proponemos.

Este finde nos propone un programa para ganar. Para ganar en cualquier campo. Un programa que además es – dentro de lo viejo – lo más nuevo; un programa que dentro de tres meses lo podrían utilizar los partidos políticos en sus programas electorales

Ser pobres de espíritu, frente a cualquier tipo de arrogancia, altanería o vanidad; ser mansos, frente a cualquier tipo de agresividad verbal o física; saber llorar, por y con el dolor ajeno y los que han caído; tener hambre y sed de la justicia, frente al pasotismo de las injusticias mientras no me afecten a mí o a los míos; ser misericordiosos, frente a la indiferencia ante quien sufre en su cuerpo, mente o espíritu; ser limpios de corazón, frente a cualquier tipo de engaño, mentira o fraude; trabajar por la paz, frente al ambiente de violencia y crispación que nos rodea. Aceptar ser perseguidos por ser justos, por defender lo correcto, lo que es de justicia, frente a cualquier tipo de fraude o corrupción en lo personal, familiar, social, político; asumir que nos insulten, persigan, calumnien por afirmar que creemos en Dios, vivir el evangelio, por testimoniar nuestra fe con nuestras palabras y obras.

A lo largo del tiempo, las bienaventuranzas, han sido consideradas como una imposición y una carga nada fácil de llevar, pero son el plan de entrenamiento personal y comunitario de nuestro coach.

Sueño con una Iglesia que se aproxime cada vez más a que sea pobre de espíritu, a que no sea agresiva, a que llore y se compadezca del dolor y sufrimiento ajeno y propio, a que sea limpia en las obras que hace y realiza, pero sobre todo limpia en el corazón. Quiero que mi Iglesia, si es perseguida, que lo es, lo sea por defender la verdad, lo correcto, la justicia y nunca apoyando la corrupción o a quienes la ejerzan. Seremos insultados y perseguidos, pero nunca nos abandonemos a la dejadez y a la desidia.

Puede parecer un reto inalcanzable, pero Pablo ya se lo recordaba a los Corintios y a nosotros: en nuestras asambleas no hay muchos catedráticos en teología, pero es que lo necio del mundo lo ha escogido Dios, lo que no cuenta lo ha escogido para anular a lo que cuenta.

Hasta la próxima. Paco Mira

 

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